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En defensa de la alegría | Plaza Pública

En defensa de la alegría | Plaza Pública

Los restaurantes, los gimnasios y los cines, por ejemplo, deberán disminuir el aforo de clientes, garantizar el distanciamiento físico y facilitar una buena ventilación y el acceso fácil a artículos de higiene, entre otras medidas. Asimismo, las oficinas y las empresas deberán modificar su relación con los trabajadores facilitando el teletrabajo y las reuniones por la vía digital, quizá fraccionando la jornada laboral entre presencial y a distancia o haciendo turnos en diferentes horarios.

Nuestras dinámicas sociales también se verán modificadas. El uso de la mascarilla seguramente se quedará entre algunos de nosotros. Los obsesivos continuaremos limpiándonos la suela de los zapatos y saltando cada vez que alguien estornude a nuestras espaldas. Probablemente seremos más tacaños con los abrazos y tal vez prioricemos la familia y los amigos cercanos a la hora de entregar afectos y tiempo.

Antes de la pandemia, el chapín solía ser muy amable a la hora de interactuar con extraños. Nunca faltaban fórmulas atentas como el buenos días, el que pase una feliz noche o el buen provecho a la hora de almorzar. Sin embargo, con el coronavirus hasta esas atenciones han entrado en crisis. En estos días muy pocos vecinos saludan en el ascensor y casi ningún peatón te regala una sonrisa en la calle. Nos hemos vuelto huraños e introvertidos. Nos hemos convertido en legiones de mimos indiferentes, con la mirada perdida, inexpresivos casi. Poco a poco hemos perdido la alegría, el diálogo afable con el extraño, la sonrisa fácil. Hasta los gestos corporales se nos están endureciendo.

En defensa de la alegría | Plaza Pública

El trabajo, el ocio y las relaciones sociales (y hasta las sexuales) las hacemos a través de la pantalla. ¿Será que, de tanto pasar metidos en el mundo digital, ahora sentimos raro lidiar de tú a tú con nuestros semejantes?

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Me da miedo pensar que volveremos a una nueva normalidad más distanciados, más celosos de nuestro espacio —un metro cincuenta si tiene la bondad—. Más limpios (casi pulcros), sin el delicioso desenfado de chuparse un mango en la calle. Más cautos en nuestros abrazos y nada de besos con extraños. Las noches de aventura quedarán reducidas a lujuria digital.

Me aterra pensar que nos quedaremos sin la dulzura de un saludo soplado desde los labios, que no volvamos a oír un que tenga un feliz día dicho con fuerza y de frente, casi escupido, para sentir las gotitas de saliva que le pringan a uno la cara. No quiero quedarme sin la sonrisa alegre que se cruza entre dos desconocidos ni sin la cortesía de estirar un brazo para ayudar a un caído.

Me estremece saber que estamos perdiendo la alegría. Muchas personas no sobrevivirán esta época porque no hicimos lo que debíamos, porque nuestras autoridades fueron incapaces, porque nuestro sistema de salud no servía o porque nosotros fuimos egoístas e irresponsables.

Estamos cambiando. Después de esta pandemia ya no seremos los mismos. Pero aún estamos a tiempo de defender la alegría de los niños jugando en el recreo, de los jóvenes soñando por un mejor futuro y de los abuelos abrazando a sus nietos la tarde del domingo. Estamos a tiempo de defender la alegría de los mezquinos que solo piensan en sí mismos. Defenderla de los incapaces y corruptos que nos roban la esperanza.

Defender la alegría como una trinchera, como un principio, como una bandera, como un destino, como una certeza, como un derecho, diría Benedetti.